"EL
APRENDIZAJE DE LA VIDA A TRAVÉS DEL CINE Y LA LITERATURA", Nicolás Grimaldi,
Nuestro Tiempo, diciembre de 1994.
Si sólo
viviendo se aprendiera a vivir, únicamente se acabaría de saber vivir cuando ya
es demasiado tarde, y ya no quedaría tiempo para aprovechar lo que hubiéramos
aprendido. Podría existir una educación de los gestos, de los comportamientos,
del quehacer: consistiría en meros amaestramientos, no habría educación del
corazón o del alma. A la inversa, si existiera una pedagogía de la vida debería
enseñarnos por adelantado todos los engaños de la vida, las ilusiones de las
pasiones y las trampas de la imaginación, para que los reconozcamos al
conocerlos. La tarea más importante de la educación consistiría, entonces, en
hacernos conocer una vida sin que hubiéramos tenido que vivirla.
Pero ¿cómo
tener ya la experiencia de lo que no hemos todavía experimentado? ¿Cómo podemos
haber ya dilucidado, atravesado, medido y comparado las felicidades e
infelicidades de situaciones, encuentros y sentimientos que, sin embargo, no
han sido realmente nuestros? ¿Es posible tener experiencia de la vida sin haber
salido de la habitación? Solo podemos experimentar sin haber vivido si hemos
realizado esas experiencias de manera virtual. Esa facultad paradójica que nos
hace vivir lo que no se puede confundir con un sueño o un ensueño ni tampoco
con una alucinación cualquiera es la ficción, ese tipo culto de alucinación
libremente provocada, entretenida y controlada.
La ficción
como juego
Ser culto
consiste precisamente en haber sacado del suelo en el que estamos arraigados
esa inmemorial experiencia de la vida que tuvieron las generaciones que nos han
precedido: es haber vivido de manera intensa, profunda, apasionada tantas
experiencias diversas, pero de manera ficticia. Tal es el papel educativo de
las ficciones, que nos conmueven, trastornan, animan, cambian, y por eso nos
cultivan, al hacernos experimentar sucesos que vivimos como si fueran casi
reales, sabiendo que no tienen ninguna realidad. Se trata, pues, de un juego.
Jugar es siempre, en efecto, jugar a no jugar, fingir tomar en serio lo que
sabemos perfectamente que no lo es. Es fingir olvidar que se trata de una mera
convención, que podemos dejar, abandonar, hacer desvanecer en cualquier
momento: es ese fingimiento el que hace el juego. Por eso toda ficción es un
juego, y todo juego tiene algo de ficticio.
Pero no todos
los juegos nos procuran una experiencia de la vida: solo nos cultivan las
ficciones que nos invitan a jugar el papel de otros hombres, en otras
situaciones, para otras vidas posibles. Son principalmente las novelas y, desde
hace tres cuartos de siglo, el cine, los que constituyen así nuestra educación
sentimental.
Antes de
examinar de que manera la literatura y el cine nos enseñan a vivir, tenemos que
hacer notar que existen pueblos sin literatura: sería un problema averiguar si
no saben vivir tan bien como nosotros, y como aprendieron. De otra parte, la
generación de 1870 -Gide, Valéry, Proust, Claudel- o la de 1880 -Unamuno,
Ortega y Gasset- no conoció el cine, y podríamos preguntarnos si no supieron
vivir tan bien y tan temprano como la generación de 1960, que nació y se crió
delante de la pantalla.
Para intentar
caracterizar los papeles respectivos de la literatura y del cine en la
educación, vamos a plantearnos tres cuestiones. Puesto que tanto una película
como una novela cuentan una historia, el primer problema consiste en saber si
nos instruyen por su mismo relato. ¿Se trataría, por tanto, de un mismo y único
mensaje, de una misma y única información, comunicada por medios diferentes? Y,
en efecto, tal vez tengamos la oportunidad de leer La cartuja de Parma o Guerra
y paz y verlas también en el cine. Planteada esa posible equivalencia, el
segundo problema consistiría en saber si leer una novela es equivalente a verla
adaptada al cine, ¿o hay entre ambas no solo una diferencia semiológica, sino
mas bien una diferencia originaria, otro tipo de relación de la conciencia con
el mundo? En consecuencia, se trataría, como tercera cuestión, de saber que
tipo de influencia ejerce la irrealidad de la ficción sobre la realidad de
nuestras vidas, cuando se trata de la literatura o del cine.
Lo bueno y lo
malo
¿Son el guión
de una película o el argumento de una novela los que nos educan? ¿Dependería
entonces la bondad o maldad de las películas o novelas de la bondad o maldad de
los sucesos que nos hacen experimentar al relatarlos o representarlos? Así como
las malas compañías pueden alterar, corromper o pervertir la educación, del
mismo modo las malas lecturas o las malas películas podrían ser peligrosas para
la juventud todavía maleable. Por esta razón fueron procesados en 1856 dos
famosos libros: Madame Bovary de Flaubert y Las flores del mar de Baudelaire.
Por esta razón también había libros de la Biblioteca Nacional en el
"infierno" y solo podían ser consultados por especialistas. Por esta
razón, incluso ahora, existen comisiones -que no aceptarían la denominación de
"censura" para su actividad- que prohíben que ciertas películas se
proyecten a menores de edad.
Esta actitud
se basa en dos ideas. La primera, inspirada en la biología, consiste en creer
que llega un momento en que toda persona queda tan irreversiblemente conformada
que no se puede deformar. Si es buena lo es gracias a haber resistido a tantas
tentaciones y tantos vicios que ha quedado ya curada contra cualquier
enfermedad moral. Si no ha sido destruida ha de ser indestructible. Y si es
mala, ahora es incurable: no existe entonces profilaxis que valga, puesto que
el mal es endocrino. Por eso, al igual que no habría mala película para una
buena persona, no habría buenos libros par a una mala persona; tanto la
literatura como el cine perdieran su poder cuando los espectadores o lectores
perdieran la ternura de su juventud.
La segunda
idea, arraigada en nuestro viejo fondo platónico y aristotélico, es que hay
siempre alguna identidad entre la vista y lo visto, el sentimiento y lo
sentido, el espíritu, que se representa algo y lo que se representa. Seríamos
unos espejos, pero unos espejos patéticos: vendríamos a ser parecidos a lo que
se refleja en nosotros. Lo que se postula así es que representar es mimetizar,
es imitar interiormente: aunque sea de manera ficticia, es efectivamente
reproducir. Encontramos un ejemplo tópico de esta idea en la crítica que
Rousseau hace del teatro. Así como Platón había pensado que el actor
experimenta interiormente todos los vicios que representa exteriormente,
Rousseau piensa que el espectador experimenta todos los sentimientos que ve
representar y, en consecuencia, se hace mentiroso, tramposo, seductor,
engañador, al mismo tiempo que los personajes en el escenario. Por eso,
mientras una personalidad no esta hecha todavía, habría que protegerla incluso
de la representación o de la evocación de toda bajeza para que no acoja el mal
en ella, y se haga ella misma mala al representárselo. Mi abuela, que tenía
noventa y cuatro años, prohibía a su hermana de solo ochenta y siete -pero que
no se había casado- ver películas en las que los besos duraban demasiado, para
que mi tía no llegara a conocer, al verlas, cosas que no conocía al no haberlas
hecho.
Con todo,
quizá fue el cartesianismo quien acertó respecto a Platón, y quizá fue
Malebranche quien acertó respecto a Descartes. Como notó éste, hay gran
diferencia entre concebir e imaginar. Del mismo modo que un médico no tiene que
ponerse enfermo para entender una enfermedad, no tenemos que enamorarnos para
entender lo que es el amor, o volvernos celosos para entender los celos. En
esto consistió la defensa que el caballero Choderlos de Laclos o el marqués de
Sade hacían de sus obras, argumentando que es al ver claramente el proceso de
los engaños y de los vicios como se aprende a desconfiar y protegerse de ellos.
En esta línea, Malebranche mostró que nuestras ideas no son sentimientos, y que
la idea de un polígono de cien mil lados no llena más nuestra alma que un
triángulo, mientras que cualquier sensación puede invadir nuestra conciencia
hasta expulsar al resto de las ideas. Sentir, imaginar, es dejarse llenar y
casi obsesionar por lo que experimentamos, mientras que permanecemos siempre
casi ausentes de lo que entendemos o solo concebimos.
Dos maneras
de ver y leer
Llegamos a
sospechar, así, que hay dos maneras muy distintas de leer una novela o de ver
una película. Una consiste en interesarse por otras situaciones, otros
comportamientos, otras maneras de esperar, de desear, de alegrarse y de sufrir
como si se tratara de costumbres exóticas, de curiosidades etológicas o
etnológicas. Podemos, en efecto, considerar lo que sucede en una novela o una
película de la misma manera en que Espinoza consideraba los combates de arañas
o de hormigas. La literatura y el cine pueden tener ese valor documental: el
duque de Saint-Simon puede enseñarnos como era el Itinerario de París a
Jerusalén, las novelas de Giorgio Bassani pueden enseñarnos como era la vida de
la burguesía judía en Ferrara en los años treinta. En esta función documental,
el cine parece tener mucha mayor eficacia que la literatura, puesto que la
visión global de los más mínimos detalles nos hace comprender mucho mejor que
cualquier descripción, siempre incompleta. Y, en efecto, un reportaje
cinematográfico nos enseña sin duda mucho más sobre el Oriente Medio que el
Itinerario de Paris a Jerusalén o los recuerdos del viaje de Maxime du Camp.
Igualmente, un documental sobre los años diez en Massachussets o en Connecticut
nos hace entender muchas cosas más que todas las novelas de Henry James o de
Scott Fitzgerald.
Pero, así
como nadie se hace africano al haber visto las danzas de iniciación en Malí, y
nadie va a casarse en Moldavia por haber visto un reportaje de como se celebran
sus bodas, tampoco nadie se ha hecho religioso por haber leído o visto un
documental sobre los conventos, o nadie se ha vuelto mas activo o trabajador al
contemplar como se trabaja en la Ford o en las aldeas soviéticas. Así es como,
en su función informativa, la literatura o el cine no nos hacen mejores o
peores al enseñarnos cosas buenas o malas. Por consiguiente, el asunto, el
tema, el argumento no es lo que importa en ellos. Al informar o instruirnos,
solo nos hacen menos fanáticos, menos toscos, mas indulgentes, mas compasivos,
al hacernos experimentar la relatividad de nuestros usos y costumbres, la
precariedad de toda situación, el universal desasosiego de la humanidad y que
suerte siempre efímera supone un domingo en la historia.
Además, al
hacernos sentir a través de cien mil detalles significativos como se
desarrollaba la vida cotidiana en la República de Weimar, una película puede
hacernos entender como se hizo posible su eliminación por la mayoría del pueblo
alemán. Al mostrarnos como eran las vidas cotidianas de un árabe y de un
europeo en Argelia hace cuarenta anos, es muy probable que lleguemos a entender
por que se produjo la guerra de Argelia, sin quitarle quizá la razón a ninguno
de los protagonistas. Así es como la literatura y el cine pueden efectivamente
enseñarnos la vida, haciéndonos entender cuán injustos son todos los
conflictos, aunque hayan sido armados siempre por la justicia.
Otra es, sin
embargo, la ficción novelesca o cinematográfica. No nos presenta situaciones
globales, con la diversidad desordenada y heteróclita de sus partes, sino unos
personajes que intentan dar una unidad a sus vidas a pesar de las situaciones
adversas. Cada personaje supone un punto de vista absoluto sobre la relatividad
de la situación; y aunque los personajes sean muchos cada uno experimenta a
todos los demás en relación a él. Así es como en la ficción cada personaje nos
invita a identificarnos con él, a cambiarnos por él, es decir, a conmovernos, a
apasionarnos como él. Es claro que, de esta manera, no nos instruimos y nos
informamos muy mal, pero, con todo, así es como nos cultivamos. Presentimos
entonces la diferencia que existe entre instruirse Y cultivarse: un hombre
instruido puede saber muchísimas cosas y sentir muy pocas, mientras un hombre
culto, a pesar de ignorar muchísimas cosas, puede sentirlas casi todas.
En cuanto a
su función informativa, hemos visto que hay escasa diferencia entre la
comunicación literaria y la cinematográfica, a pesar de la mayor eficacia que
reconocemos al cine. Es ahora cuando tenemos que analizar cuál es la diferencia
entre cine y literatura desde el punto de vista de la ficción.
Imaginación y
percepción
Leer un libro
y ver una película, ¿son dos maneras de aprender algo ficticio o dos
aprehensiones completamente distintas de la ficción? ¿Son dos maneras de
experimentar una ficción o dos experiencias distintas de lo irreal?
Hay una ley
psicológica que se verifica en cualquier ocasión: imaginamos tanto más cuanto
menos percibimos. Ahora bien, no hay percepción tan pobre como la de unos
signos sobre una página en blanco, mientras que hay pocas percepciones tan
saturadas como las de las imágenes que se suceden tan rápidamente en la
pantalla. Puesto que los signos no representan sino evocan, mientras una
película presenta y no evoca, la lectura nos deja casi todo por imaginar,
mientras que el cine casi no nos deja tiempo ni para percibir todo lo que nos
está mostrando en cada instante. Podría objetarse que hay imágenes
cinematográficas -tan famosas tomo unos grabados o unos cuadros- con las que
todos hemos soñado: pero solo lo hicimos al haberlas sustraído al flujo de la
película y haberlas trasformado en fotografías, que no invitan entonces a
inventar, visitar, descifrarlas indefinidamente. Sin embargo, no es así como
vemos una película.
Al leer,
somos nosotros quienes tenemos que suscitar, crear, animar, inventar las
imágenes solo apuntadas o indicadas por el texto. En lo que experimentamos
entonces no hay nada que no venga de nosotros. Lo sepamos o no, de manera más o
menos consciente, somos nosotros quienes nos encontramos a lo largo de todo el
texto. Si Flaubert dijo "Madame Bovary soy yo", también lo somos
todos, y su marido, y sus queridos, y su suegra, al hacernos lectores de la
novela. Nuestra propia vida, nuestra propia afectividad se difractan tantas
veces como personajes diferentes desfilan. La diversidad de sentimientos sólo
podemos entenderla al imaginarla, y sólo podemos imaginarla al experimentarla.
Es así como hacemos nuestra la experiencia de toda la humanidad: de manera
abreviada, acortada, simulada. Pero esta mimetización interior de tantas
situaciones diversas y de tantos sentimientos que experimentamos es trabajo
nuestro. Somos nosotros quienes inventamos y creamos. Por eso, bien se puede
decir que la lectura de novelas se convierte en una verdadera educación
sentimental. No vemos el rostro de ningún personaje, y eso hace posible que
cada uno tenga el nuestro, que tampoco vemos nunca.
Nuestra
actitud es completamente diferente cuando asistimos a la proyección de una
película. A diferencia de la lectura, que empezamos, interrumpimos, continuamos
cuando tenemos ganas, la proyección empieza, sigue y acaba. El tiempo de
lectura es un tiempo que creamos cuando queremos, hasta el punto de que podemos
leer el final de un libro antes de haber acabado su primer capitulo. El tiempo
del cine es tan irreversible como el de la vida: lo que vimos no lo veremos
más. Todo está siempre a punto de suceder o de desaparecer. El tiempo del cine
es a la vez el de la inminencia y del encuentro. A diferencia de la lectura, la
atención que prestamos en el cine a lo que está a punto de ocurrir nos distrae
de la que quisiéramos prestar a lo que está a punto de desaparecer. En el cine,
ser es pasar, y sólo somos espectadores de lo que pasa. Puesto que se trata de
un puro espectáculo, nada depende de nosotros y todo nos es impuesto: el ritmo
de la progresión, la sucesión y el ángulo de los planos, la distancia y la
amplificación del objetivo, hasta el rostro, la mirada, la manera de andar y
vestirse de cada personaje. A diferencia del mundo de la lectura, y como en el
mundo donde actuamos, en el cine todos los personajes son otras personas,
absolutamente exteriores, distantes de nosotros, que van y vienen por sí mismas
y que no podemos mas que observar.
Al leer somos
nosotros quienes constituimos cada personaje, poco a poco. En el cine, a la
inversa, cada personaje se impone desde el primer momento, ya constituido
completamente. Al leer lo imaginamos. En el cine lo percibimos: están allí, con
ningún otro rostro posible que el de Tirone Power o Ava Gardner. Mientras que
en una novela nunca sabemos cuál es exactamente la altura y el color de los
ojos de un personaje e imaginamos con dificultad que actor podría
representarlo, en una película -a la inversa- cualquier papel está tan empapado
por la persona del actor, que casi siempre atribuimos lo flojo de su papel a lo
soso del actor, por ejemplo. Durante mucho tiempo pensé que el personaje de
Tancredo en El Gatopardo de Lampedusa era inconsistente v vulgar, hasta que leí
la novela otra vez y tai en la cuenta de que lo había confundido completamente
con Alain Delon en la película de Visconti. De todos modos, esta confusión está
en la misma esencia del cine: cuando nos encontramos con un actor muy malo en
una película, en lugar de pensar que es el quien no representa bien al
personaje, pensamos que es su actuación la que no corresponde, como si el papel
no pudiera tener otro emblema, otro análogo que la persona misma del actor.
Actividad y
pasividad
Estas
reflexiones contribuyen a manifestar que toda la actividad que necesita la
lectura se vuelve pasividad en el cine. Vamos a mostrarlo de manera mas precisa
al dilucidar en que consiste la experiencia de la ficción novelesca respecto a
la ficción cinematográfica. Esta última consiste en hacernos invisibles e inaccesibles
mirones de una realidad que no nos concierne y que no se puede cambiar. Nuestra
experiencia es exactamente la de un viaje, pero un viaje donde todo se mueve
sin que tengamos que movernos; y no solo son otros países, otros paisajes y
otras ciudades lo que vemos así, sino también miles y miles de otras vidas, en
sus aspectos más íntimos. Viajamos por las vidas de los demás. Y esta
exploración desde una butaca nos enseña de la vida todo lo que se puede obtener
de la más escrupulosa y atenta observación: es decir, todo lo que puede saber
de la vida un comisario de policía.
Lo que
aprendemos en el cine es que la vida puede ser cómica o dramática, pero que
nunca es fácil; que no hay nada tan respetable que no pueda esconder los dramas
más sórdidos, y nada tan miserable que no pueda esconder tesoros de poesía y
generosidad. Es la sabiduría de los comisarios. Saben que todo lo que se ve
esconde algo.
Mientras en
el cine casi todo está exhibido, expuesto, mostrado en la pantalla (el rostro
de la heroína, el corte de su vestido, sus diversas maneras de peinarse, la
longitud de sus uñas, el dibujo de sus labios, etcétera), una novela no nos
hace ver nada, incluso cuando lo indica. ¿Como va vestido el narrador cuando
llega a Balbec? ¿Cómo es el escaparate del Banco de Crédito que se nos sitúa al
lado de la iglesia? Y cuando el relato nos hace entrar en el taller del pintor
Eltsir, ¿cuáles son los colores de sus cuadros? ¿Cuáles su formato y tamaño? No
lo recordamos porque no lo hemos visto nunca. Las palabras de una novela no nos
representan nada concreto y particular. Si imaginar es representarse una cosa a
pesar de su ausencia, al leer no imaginamos nada: esquematizamos. Nos dirigimos
interiormente hacía el mundo como si tuviéramos que reconocer en el sentido del
deseo, de la sorpresa, del terror en la batalla, de la decepción, de la
angustia, del asombro, del amor, de la incertidumbre, de los celos.
Así es como
somos nosotros mismos quienes constituimos con todo nuestro ser los
sentimientos que suscita la lectura de una novela. Al disponernos interiormente
como para una batalla, como para algún encuentro amoroso, como a punto de ser
sorprendidos por algún marido, somos nosotros quienes lo mimetizamos
interiormente y disponemos secretamente todo nuestro cuerpo para una situación
que tuviera este sentido. Así se acelera, o se para o se retiene, se angustia
nuestra respiración, se contraen nuestros músculos, preparándonos para tantas
situaciones cuantas existen en la novela. Leer es esquematizar el sentido de
alguna relación determinada con el mundo; esquematizar es disponerse a vivir,
sufrir, experimentarla. Mil veces Clelia ha entrado de repente en mi calabozo
como en el de Fabricio en La Cartuja de Parma; y cien veces caí del caballo
como Lucien Leuwen bajo las ventanas de la rubia señora de Chasteller, como en
la novela de Stendhal. Y cada vez ocurrió de una manera distinta de la
precedente, siempre mas intensa.
Experiencias
puras
Pero mientras
que en la vida, en el mundo que percibimos y en el que actuamos, me puedo
distraer un poco de mi amor por Clelia -a causa del olor del calabozo, de sus
horquillas, del calor o el frió, de mi hambre o mi cansancio, o del sudor de
Clelia después de haber corrido tanto-, en la ficción novelesca nada me distrae
de la pura alegría, del puro amor, del puro éxtasis, o de la pura amargura, de
la pura vergüenza, de la pura humillación. En el mismo sentido en que Kant
hablaba de la razón pura, son sentimientos puros los que suscitamos y
experimentamos en la ficción literaria. Por eso, la experiencia imaginaria que
suscita la ficción literaria es tantas veces -y quizá siempre- mas intensa que
la de la vida. Las experiencias de la ficción son puras y absolutas, mientras
que las de la vida no pueden ser más que relativas, mezcladas y siempre
impuras.
De esta
manera podemos comprender que no entendemos el amor de las novelas al habernos
enamorado previamente, sino al contrario: es al habernos enamorado tantas veces
en las novelas como hemos aprendido a querer. En efecto, si solo entendiéramos
lo que hemos experimentado, ¿cómo seria posible que una niña de ocho años
entendiera Fedra, sin tener ningún hermano político? La lectura del drama
despierta en ella el sentido del amor apasionado, de la vergüenza, de los
celos, de la contrariedad, de la mentira y del remordimiento, que están en ella
como disposiciones latentes. La ficción novelesca es el despertador sentimental
de cada uno de nosotros. Por esta razón, una persona inculta solo puede
improvisar sus sentimientos como si fueran esbozos, mientras que una persona
culta, al haberlos esbozado tantas veces, puede esperar convertir su amor en un
hecho.
Después de
estos análisis, podemos intentar caracterizar la influencia respectiva de la
literatura y del cine sobre nuestras vidas.
Una primera
consecuencia -ya descrita por Flaubert en Madame Bovary- es el déficit de lo
real respecto a lo irreal. Nunca experimentaremos en la vida sentimientos tan
puros y absolutos como en las novelas. Nunca experimentaremos tantos sucesos,
con un ritmo tan rápido, con tanto suspense, en tantos lugares case
simultáneamente, como en una película.
Del mismo
modo que juzgamos lo relativo respecto a lo absoluto, la experiencia de la
ficción nos permite juzgar la trivialidad de muchas situaciones y
comportamientos.
Al habernos
percibir personajes que viven de manera más poderosa, más activa, más
peligrosa, más elegante, más intensa y fascinante que en lo cotidiano, el cine
nos procura a menudo la ilusión de hacer nuestra vida parecida a lo que vemos
en las películas. En el 68 llegué a pensar muchas veces, al ver en la calle
tantas escenas que ya había visto en el cine, que gran parte de la culpa la
tenía Eisenstein. Pero, puesto que el cine nos relaciona sólo con la
exterioridad, es sólo la exterioridad de nuestras imágenes la que nos incita a
cambiar. El éxito de las películas de James Dean hizo subir la venta de las
motos y de las cazadoras de cuero. Para hacer la vida mas parecida a la de las
películas, los jóvenes se visten, se peinan, hablan, sonríen, fuman, miran, se
sientan o levantan en un café como lo han visto hacer a sus actores favoritos.
Imitan a sus ídolos solamente en detalles exteriores: el tipo de camisetas que
llevan, la marca de sus pantalones, los coches que utilizan y su manera de
conducir, su forma de mirar o no mirar al dar un beso... El cine nos introduce
así de manera subrepticia en una especie de ontología idolátrica: me hago la
imagen de una imagen. En este caso, entonces, los modelos solo son ídolos. Solo
se imita la apariencia de unos individuos: actitudes, gestos, acento, forma de
vestir...
Completamente
diferente resulta la influencia de la literatura. Ya que no nos muestra nada
exterior, no hay nada externo que sus personajes nos inviten a imitar. La
ficción nos hace experimentar la esencia humana, vivir una significación de la
existencia, constituir un tipo ético con ocasión de algún personaje: de esta
forma, son tipos y no individuos lo que nos proporciona como modelos. Si, por
ejemplo, admiro a Fabrice del Dongo, no voy a imitarlo a la hora de elegir mis
corbatas o al mirar a las mujeres. Imitarlo, tenerlo como modelo, consistirá en
construir una relación parecida con el mundo, ir por la vida sin ninguna
concesión, con una actitud altiva hasta la insolencia y tierna hasta la pasión.
La
literatura, por tanto, no sólo nos ayuda a entender la diversidad y sutileza de
los sentimientos al hacérnoslos experimentar. Nos hace también elegir el estilo
de existencia que puede parecernos mas intenso, digno y bello. De esta forma,
la estética da un estilo a la ética. Pero, como se sabe, la pureza de un estilo
admite menos excepciones e impone más exigencias que los Buenos sentimientos.
Por eso, enseñados por la literatura, los imperativos del estilo pueden ser tan
categóricos como los de la razón pura.