miércoles, 19 de octubre de 2016

UNA VIDA EN EL CINE

"EL APRENDIZAJE DE LA VIDA A TRAVÉS DEL CINE Y LA LITERATURA", Nicolás Grimaldi, Nuestro Tiempo, diciembre de 1994.

Si sólo viviendo se aprendiera a vivir, únicamente se acabaría de saber vivir cuando ya es demasiado tarde, y ya no quedaría tiempo para aprovechar lo que hubiéramos aprendido. Podría existir una educación de los gestos, de los comportamientos, del quehacer: consistiría en meros amaestramientos, no habría educación del corazón o del alma. A la inversa, si existiera una pedagogía de la vida debería enseñarnos por adelantado todos los engaños de la vida, las ilusiones de las pasiones y las trampas de la imaginación, para que los reconozcamos al conocerlos. La tarea más importante de la educación consistiría, entonces, en hacernos conocer una vida sin que hubiéramos tenido que vivirla.

Pero ¿cómo tener ya la experiencia de lo que no hemos todavía experimentado? ¿Cómo podemos haber ya dilucidado, atravesado, medido y comparado las felicidades e infelicidades de situaciones, encuentros y sentimientos que, sin embargo, no han sido realmente nuestros? ¿Es posible tener experiencia de la vida sin haber salido de la habitación? Solo podemos experimentar sin haber vivido si hemos realizado esas experiencias de manera virtual. Esa facultad paradójica que nos hace vivir lo que no se puede confundir con un sueño o un ensueño ni tampoco con una alucinación cualquiera es la ficción, ese tipo culto de alucinación libremente provocada, entretenida y controlada.

La ficción como juego

Ser culto consiste precisamente en haber sacado del suelo en el que estamos arraigados esa inmemorial experiencia de la vida que tuvieron las generaciones que nos han precedido: es haber vivido de manera intensa, profunda, apasionada tantas experiencias diversas, pero de manera ficticia. Tal es el papel educativo de las ficciones, que nos conmueven, trastornan, animan, cambian, y por eso nos cultivan, al hacernos experimentar sucesos que vivimos como si fueran casi reales, sabiendo que no tienen ninguna realidad. Se trata, pues, de un juego. Jugar es siempre, en efecto, jugar a no jugar, fingir tomar en serio lo que sabemos perfectamente que no lo es. Es fingir olvidar que se trata de una mera convención, que podemos dejar, abandonar, hacer desvanecer en cualquier momento: es ese fingimiento el que hace el juego. Por eso toda ficción es un juego, y todo juego tiene algo de ficticio.

Pero no todos los juegos nos procuran una experiencia de la vida: solo nos cultivan las ficciones que nos invitan a jugar el papel de otros hombres, en otras situaciones, para otras vidas posibles. Son principalmente las novelas y, desde hace tres cuartos de siglo, el cine, los que constituyen así nuestra educación sentimental.

Antes de examinar de que manera la literatura y el cine nos enseñan a vivir, tenemos que hacer notar que existen pueblos sin literatura: sería un problema averiguar si no saben vivir tan bien como nosotros, y como aprendieron. De otra parte, la generación de 1870 -Gide, Valéry, Proust, Claudel- o la de 1880 -Unamuno, Ortega y Gasset- no conoció el cine, y podríamos preguntarnos si no supieron vivir tan bien y tan temprano como la generación de 1960, que nació y se crió delante de la pantalla.

Para intentar caracterizar los papeles respectivos de la literatura y del cine en la educación, vamos a plantearnos tres cuestiones. Puesto que tanto una película como una novela cuentan una historia, el primer problema consiste en saber si nos instruyen por su mismo relato. ¿Se trataría, por tanto, de un mismo y único mensaje, de una misma y única información, comunicada por medios diferentes? Y, en efecto, tal vez tengamos la oportunidad de leer La cartuja de Parma o Guerra y paz y verlas también en el cine. Planteada esa posible equivalencia, el segundo problema consistiría en saber si leer una novela es equivalente a verla adaptada al cine, ¿o hay entre ambas no solo una diferencia semiológica, sino mas bien una diferencia originaria, otro tipo de relación de la conciencia con el mundo? En consecuencia, se trataría, como tercera cuestión, de saber que tipo de influencia ejerce la irrealidad de la ficción sobre la realidad de nuestras vidas, cuando se trata de la literatura o del cine.

Lo bueno y lo malo
¿Son el guión de una película o el argumento de una novela los que nos educan? ¿Dependería entonces la bondad o maldad de las películas o novelas de la bondad o maldad de los sucesos que nos hacen experimentar al relatarlos o representarlos? Así como las malas compañías pueden alterar, corromper o pervertir la educación, del mismo modo las malas lecturas o las malas películas podrían ser peligrosas para la juventud todavía maleable. Por esta razón fueron procesados en 1856 dos famosos libros: Madame Bovary de Flaubert y Las flores del mar de Baudelaire. Por esta razón también había libros de la Biblioteca Nacional en el "infierno" y solo podían ser consultados por especialistas. Por esta razón, incluso ahora, existen comisiones -que no aceptarían la denominación de "censura" para su actividad- que prohíben que ciertas películas se proyecten a menores de edad.

Esta actitud se basa en dos ideas. La primera, inspirada en la biología, consiste en creer que llega un momento en que toda persona queda tan irreversiblemente conformada que no se puede deformar. Si es buena lo es gracias a haber resistido a tantas tentaciones y tantos vicios que ha quedado ya curada contra cualquier enfermedad moral. Si no ha sido destruida ha de ser indestructible. Y si es mala, ahora es incurable: no existe entonces profilaxis que valga, puesto que el mal es endocrino. Por eso, al igual que no habría mala película para una buena persona, no habría buenos libros par a una mala persona; tanto la literatura como el cine perdieran su poder cuando los espectadores o lectores perdieran la ternura de su juventud.

La segunda idea, arraigada en nuestro viejo fondo platónico y aristotélico, es que hay siempre alguna identidad entre la vista y lo visto, el sentimiento y lo sentido, el espíritu, que se representa algo y lo que se representa. Seríamos unos espejos, pero unos espejos patéticos: vendríamos a ser parecidos a lo que se refleja en nosotros. Lo que se postula así es que representar es mimetizar, es imitar interiormente: aunque sea de manera ficticia, es efectivamente reproducir. Encontramos un ejemplo tópico de esta idea en la crítica que Rousseau hace del teatro. Así como Platón había pensado que el actor experimenta interiormente todos los vicios que representa exteriormente, Rousseau piensa que el espectador experimenta todos los sentimientos que ve representar y, en consecuencia, se hace mentiroso, tramposo, seductor, engañador, al mismo tiempo que los personajes en el escenario. Por eso, mientras una personalidad no esta hecha todavía, habría que protegerla incluso de la representación o de la evocación de toda bajeza para que no acoja el mal en ella, y se haga ella misma mala al representárselo. Mi abuela, que tenía noventa y cuatro años, prohibía a su hermana de solo ochenta y siete -pero que no se había casado- ver películas en las que los besos duraban demasiado, para que mi tía no llegara a conocer, al verlas, cosas que no conocía al no haberlas hecho.

Con todo, quizá fue el cartesianismo quien acertó respecto a Platón, y quizá fue Malebranche quien acertó respecto a Descartes. Como notó éste, hay gran diferencia entre concebir e imaginar. Del mismo modo que un médico no tiene que ponerse enfermo para entender una enfermedad, no tenemos que enamorarnos para entender lo que es el amor, o volvernos celosos para entender los celos. En esto consistió la defensa que el caballero Choderlos de Laclos o el marqués de Sade hacían de sus obras, argumentando que es al ver claramente el proceso de los engaños y de los vicios como se aprende a desconfiar y protegerse de ellos. En esta línea, Malebranche mostró que nuestras ideas no son sentimientos, y que la idea de un polígono de cien mil lados no llena más nuestra alma que un triángulo, mientras que cualquier sensación puede invadir nuestra conciencia hasta expulsar al resto de las ideas. Sentir, imaginar, es dejarse llenar y casi obsesionar por lo que experimentamos, mientras que permanecemos siempre casi ausentes de lo que entendemos o solo concebimos.

Dos maneras de ver y leer

Llegamos a sospechar, así, que hay dos maneras muy distintas de leer una novela o de ver una película. Una consiste en interesarse por otras situaciones, otros comportamientos, otras maneras de esperar, de desear, de alegrarse y de sufrir como si se tratara de costumbres exóticas, de curiosidades etológicas o etnológicas. Podemos, en efecto, considerar lo que sucede en una novela o una película de la misma manera en que Espinoza consideraba los combates de arañas o de hormigas. La literatura y el cine pueden tener ese valor documental: el duque de Saint-Simon puede enseñarnos como era el Itinerario de París a Jerusalén, las novelas de Giorgio Bassani pueden enseñarnos como era la vida de la burguesía judía en Ferrara en los años treinta. En esta función documental, el cine parece tener mucha mayor eficacia que la literatura, puesto que la visión global de los más mínimos detalles nos hace comprender mucho mejor que cualquier descripción, siempre incompleta. Y, en efecto, un reportaje cinematográfico nos enseña sin duda mucho más sobre el Oriente Medio que el Itinerario de Paris a Jerusalén o los recuerdos del viaje de Maxime du Camp. Igualmente, un documental sobre los años diez en Massachussets o en Connecticut nos hace entender muchas cosas más que todas las novelas de Henry James o de Scott Fitzgerald.


Pero, así como nadie se hace africano al haber visto las danzas de iniciación en Malí, y nadie va a casarse en Moldavia por haber visto un reportaje de como se celebran sus bodas, tampoco nadie se ha hecho religioso por haber leído o visto un documental sobre los conventos, o nadie se ha vuelto mas activo o trabajador al contemplar como se trabaja en la Ford o en las aldeas soviéticas. Así es como, en su función informativa, la literatura o el cine no nos hacen mejores o peores al enseñarnos cosas buenas o malas. Por consiguiente, el asunto, el tema, el argumento no es lo que importa en ellos. Al informar o instruirnos, solo nos hacen menos fanáticos, menos toscos, mas indulgentes, mas compasivos, al hacernos experimentar la relatividad de nuestros usos y costumbres, la precariedad de toda situación, el universal desasosiego de la humanidad y que suerte siempre efímera supone un domingo en la historia.

Además, al hacernos sentir a través de cien mil detalles significativos como se desarrollaba la vida cotidiana en la República de Weimar, una película puede hacernos entender como se hizo posible su eliminación por la mayoría del pueblo alemán. Al mostrarnos como eran las vidas cotidianas de un árabe y de un europeo en Argelia hace cuarenta anos, es muy probable que lleguemos a entender por que se produjo la guerra de Argelia, sin quitarle quizá la razón a ninguno de los protagonistas. Así es como la literatura y el cine pueden efectivamente enseñarnos la vida, haciéndonos entender cuán injustos son todos los conflictos, aunque hayan sido armados siempre por la justicia.

Otra es, sin embargo, la ficción novelesca o cinematográfica. No nos presenta situaciones globales, con la diversidad desordenada y heteróclita de sus partes, sino unos personajes que intentan dar una unidad a sus vidas a pesar de las situaciones adversas. Cada personaje supone un punto de vista absoluto sobre la relatividad de la situación; y aunque los personajes sean muchos cada uno experimenta a todos los demás en relación a él. Así es como en la ficción cada personaje nos invita a identificarnos con él, a cambiarnos por él, es decir, a conmovernos, a apasionarnos como él. Es claro que, de esta manera, no nos instruimos y nos informamos muy mal, pero, con todo, así es como nos cultivamos. Presentimos entonces la diferencia que existe entre instruirse Y cultivarse: un hombre instruido puede saber muchísimas cosas y sentir muy pocas, mientras un hombre culto, a pesar de ignorar muchísimas cosas, puede sentirlas casi todas.

En cuanto a su función informativa, hemos visto que hay escasa diferencia entre la comunicación literaria y la cinematográfica, a pesar de la mayor eficacia que reconocemos al cine. Es ahora cuando tenemos que analizar cuál es la diferencia entre cine y literatura desde el punto de vista de la ficción.

Imaginación y percepción

Leer un libro y ver una película, ¿son dos maneras de aprender algo ficticio o dos aprehensiones completamente distintas de la ficción? ¿Son dos maneras de experimentar una ficción o dos experiencias distintas de lo irreal?

Hay una ley psicológica que se verifica en cualquier ocasión: imaginamos tanto más cuanto menos percibimos. Ahora bien, no hay percepción tan pobre como la de unos signos sobre una página en blanco, mientras que hay pocas percepciones tan saturadas como las de las imágenes que se suceden tan rápidamente en la pantalla. Puesto que los signos no representan sino evocan, mientras una película presenta y no evoca, la lectura nos deja casi todo por imaginar, mientras que el cine casi no nos deja tiempo ni para percibir todo lo que nos está mostrando en cada instante. Podría objetarse que hay imágenes cinematográficas -tan famosas tomo unos grabados o unos cuadros- con las que todos hemos soñado: pero solo lo hicimos al haberlas sustraído al flujo de la película y haberlas trasformado en fotografías, que no invitan entonces a inventar, visitar, descifrarlas indefinidamente. Sin embargo, no es así como vemos una película.

Al leer, somos nosotros quienes tenemos que suscitar, crear, animar, inventar las imágenes solo apuntadas o indicadas por el texto. En lo que experimentamos entonces no hay nada que no venga de nosotros. Lo sepamos o no, de manera más o menos consciente, somos nosotros quienes nos encontramos a lo largo de todo el texto. Si Flaubert dijo "Madame Bovary soy yo", también lo somos todos, y su marido, y sus queridos, y su suegra, al hacernos lectores de la novela. Nuestra propia vida, nuestra propia afectividad se difractan tantas veces como personajes diferentes desfilan. La diversidad de sentimientos sólo podemos entenderla al imaginarla, y sólo podemos imaginarla al experimentarla. Es así como hacemos nuestra la experiencia de toda la humanidad: de manera abreviada, acortada, simulada. Pero esta mimetización interior de tantas situaciones diversas y de tantos sentimientos que experimentamos es trabajo nuestro. Somos nosotros quienes inventamos y creamos. Por eso, bien se puede decir que la lectura de novelas se convierte en una verdadera educación sentimental. No vemos el rostro de ningún personaje, y eso hace posible que cada uno tenga el nuestro, que tampoco vemos nunca.

Nuestra actitud es completamente diferente cuando asistimos a la proyección de una película. A diferencia de la lectura, que empezamos, interrumpimos, continuamos cuando tenemos ganas, la proyección empieza, sigue y acaba. El tiempo de lectura es un tiempo que creamos cuando queremos, hasta el punto de que podemos leer el final de un libro antes de haber acabado su primer capitulo. El tiempo del cine es tan irreversible como el de la vida: lo que vimos no lo veremos más. Todo está siempre a punto de suceder o de desaparecer. El tiempo del cine es a la vez el de la inminencia y del encuentro. A diferencia de la lectura, la atención que prestamos en el cine a lo que está a punto de ocurrir nos distrae de la que quisiéramos prestar a lo que está a punto de desaparecer. En el cine, ser es pasar, y sólo somos espectadores de lo que pasa. Puesto que se trata de un puro espectáculo, nada depende de nosotros y todo nos es impuesto: el ritmo de la progresión, la sucesión y el ángulo de los planos, la distancia y la amplificación del objetivo, hasta el rostro, la mirada, la manera de andar y vestirse de cada personaje. A diferencia del mundo de la lectura, y como en el mundo donde actuamos, en el cine todos los personajes son otras personas, absolutamente exteriores, distantes de nosotros, que van y vienen por sí mismas y que no podemos mas que observar.

Al leer somos nosotros quienes constituimos cada personaje, poco a poco. En el cine, a la inversa, cada personaje se impone desde el primer momento, ya constituido completamente. Al leer lo imaginamos. En el cine lo percibimos: están allí, con ningún otro rostro posible que el de Tirone Power o Ava Gardner. Mientras que en una novela nunca sabemos cuál es exactamente la altura y el color de los ojos de un personaje e imaginamos con dificultad que actor podría representarlo, en una película -a la inversa- cualquier papel está tan empapado por la persona del actor, que casi siempre atribuimos lo flojo de su papel a lo soso del actor, por ejemplo. Durante mucho tiempo pensé que el personaje de Tancredo en El Gatopardo de Lampedusa era inconsistente v vulgar, hasta que leí la novela otra vez y tai en la cuenta de que lo había confundido completamente con Alain Delon en la película de Visconti. De todos modos, esta confusión está en la misma esencia del cine: cuando nos encontramos con un actor muy malo en una película, en lugar de pensar que es el quien no representa bien al personaje, pensamos que es su actuación la que no corresponde, como si el papel no pudiera tener otro emblema, otro análogo que la persona misma del actor.

Actividad y pasividad

Estas reflexiones contribuyen a manifestar que toda la actividad que necesita la lectura se vuelve pasividad en el cine. Vamos a mostrarlo de manera mas precisa al dilucidar en que consiste la experiencia de la ficción novelesca respecto a la ficción cinematográfica. Esta última consiste en hacernos invisibles e inaccesibles mirones de una realidad que no nos concierne y que no se puede cambiar. Nuestra experiencia es exactamente la de un viaje, pero un viaje donde todo se mueve sin que tengamos que movernos; y no solo son otros países, otros paisajes y otras ciudades lo que vemos así, sino también miles y miles de otras vidas, en sus aspectos más íntimos. Viajamos por las vidas de los demás. Y esta exploración desde una butaca nos enseña de la vida todo lo que se puede obtener de la más escrupulosa y atenta observación: es decir, todo lo que puede saber de la vida un comisario de policía.

Lo que aprendemos en el cine es que la vida puede ser cómica o dramática, pero que nunca es fácil; que no hay nada tan respetable que no pueda esconder los dramas más sórdidos, y nada tan miserable que no pueda esconder tesoros de poesía y generosidad. Es la sabiduría de los comisarios. Saben que todo lo que se ve esconde algo.

Mientras en el cine casi todo está exhibido, expuesto, mostrado en la pantalla (el rostro de la heroína, el corte de su vestido, sus diversas maneras de peinarse, la longitud de sus uñas, el dibujo de sus labios, etcétera), una novela no nos hace ver nada, incluso cuando lo indica. ¿Como va vestido el narrador cuando llega a Balbec? ¿Cómo es el escaparate del Banco de Crédito que se nos sitúa al lado de la iglesia? Y cuando el relato nos hace entrar en el taller del pintor Eltsir, ¿cuáles son los colores de sus cuadros? ¿Cuáles su formato y tamaño? No lo recordamos porque no lo hemos visto nunca. Las palabras de una novela no nos representan nada concreto y particular. Si imaginar es representarse una cosa a pesar de su ausencia, al leer no imaginamos nada: esquematizamos. Nos dirigimos interiormente hacía el mundo como si tuviéramos que reconocer en el sentido del deseo, de la sorpresa, del terror en la batalla, de la decepción, de la angustia, del asombro, del amor, de la incertidumbre, de los celos.

Así es como somos nosotros mismos quienes constituimos con todo nuestro ser los sentimientos que suscita la lectura de una novela. Al disponernos interiormente como para una batalla, como para algún encuentro amoroso, como a punto de ser sorprendidos por algún marido, somos nosotros quienes lo mimetizamos interiormente y disponemos secretamente todo nuestro cuerpo para una situación que tuviera este sentido. Así se acelera, o se para o se retiene, se angustia nuestra respiración, se contraen nuestros músculos, preparándonos para tantas situaciones cuantas existen en la novela. Leer es esquematizar el sentido de alguna relación determinada con el mundo; esquematizar es disponerse a vivir, sufrir, experimentarla. Mil veces Clelia ha entrado de repente en mi calabozo como en el de Fabricio en La Cartuja de Parma; y cien veces caí del caballo como Lucien Leuwen bajo las ventanas de la rubia señora de Chasteller, como en la novela de Stendhal. Y cada vez ocurrió de una manera distinta de la precedente, siempre mas intensa.

Experiencias puras

Pero mientras que en la vida, en el mundo que percibimos y en el que actuamos, me puedo distraer un poco de mi amor por Clelia -a causa del olor del calabozo, de sus horquillas, del calor o el frió, de mi hambre o mi cansancio, o del sudor de Clelia después de haber corrido tanto-, en la ficción novelesca nada me distrae de la pura alegría, del puro amor, del puro éxtasis, o de la pura amargura, de la pura vergüenza, de la pura humillación. En el mismo sentido en que Kant hablaba de la razón pura, son sentimientos puros los que suscitamos y experimentamos en la ficción literaria. Por eso, la experiencia imaginaria que suscita la ficción literaria es tantas veces -y quizá siempre- mas intensa que la de la vida. Las experiencias de la ficción son puras y absolutas, mientras que las de la vida no pueden ser más que relativas, mezcladas y siempre impuras.

De esta manera podemos comprender que no entendemos el amor de las novelas al habernos enamorado previamente, sino al contrario: es al habernos enamorado tantas veces en las novelas como hemos aprendido a querer. En efecto, si solo entendiéramos lo que hemos experimentado, ¿cómo seria posible que una niña de ocho años entendiera Fedra, sin tener ningún hermano político? La lectura del drama despierta en ella el sentido del amor apasionado, de la vergüenza, de los celos, de la contrariedad, de la mentira y del remordimiento, que están en ella como disposiciones latentes. La ficción novelesca es el despertador sentimental de cada uno de nosotros. Por esta razón, una persona inculta solo puede improvisar sus sentimientos como si fueran esbozos, mientras que una persona culta, al haberlos esbozado tantas veces, puede esperar convertir su amor en un hecho.

Después de estos análisis, podemos intentar caracterizar la influencia respectiva de la literatura y del cine sobre nuestras vidas.

Una primera consecuencia -ya descrita por Flaubert en Madame Bovary- es el déficit de lo real respecto a lo irreal. Nunca experimentaremos en la vida sentimientos tan puros y absolutos como en las novelas. Nunca experimentaremos tantos sucesos, con un ritmo tan rápido, con tanto suspense, en tantos lugares case simultáneamente, como en una película.

Del mismo modo que juzgamos lo relativo respecto a lo absoluto, la experiencia de la ficción nos permite juzgar la trivialidad de muchas situaciones y comportamientos.

Al habernos percibir personajes que viven de manera más poderosa, más activa, más peligrosa, más elegante, más intensa y fascinante que en lo cotidiano, el cine nos procura a menudo la ilusión de hacer nuestra vida parecida a lo que vemos en las películas. En el 68 llegué a pensar muchas veces, al ver en la calle tantas escenas que ya había visto en el cine, que gran parte de la culpa la tenía Eisenstein. Pero, puesto que el cine nos relaciona sólo con la exterioridad, es sólo la exterioridad de nuestras imágenes la que nos incita a cambiar. El éxito de las películas de James Dean hizo subir la venta de las motos y de las cazadoras de cuero. Para hacer la vida mas parecida a la de las películas, los jóvenes se visten, se peinan, hablan, sonríen, fuman, miran, se sientan o levantan en un café como lo han visto hacer a sus actores favoritos. Imitan a sus ídolos solamente en detalles exteriores: el tipo de camisetas que llevan, la marca de sus pantalones, los coches que utilizan y su manera de conducir, su forma de mirar o no mirar al dar un beso... El cine nos introduce así de manera subrepticia en una especie de ontología idolátrica: me hago la imagen de una imagen. En este caso, entonces, los modelos solo son ídolos. Solo se imita la apariencia de unos individuos: actitudes, gestos, acento, forma de vestir...

Completamente diferente resulta la influencia de la literatura. Ya que no nos muestra nada exterior, no hay nada externo que sus personajes nos inviten a imitar. La ficción nos hace experimentar la esencia humana, vivir una significación de la existencia, constituir un tipo ético con ocasión de algún personaje: de esta forma, son tipos y no individuos lo que nos proporciona como modelos. Si, por ejemplo, admiro a Fabrice del Dongo, no voy a imitarlo a la hora de elegir mis corbatas o al mirar a las mujeres. Imitarlo, tenerlo como modelo, consistirá en construir una relación parecida con el mundo, ir por la vida sin ninguna concesión, con una actitud altiva hasta la insolencia y tierna hasta la pasión.


La literatura, por tanto, no sólo nos ayuda a entender la diversidad y sutileza de los sentimientos al hacérnoslos experimentar. Nos hace también elegir el estilo de existencia que puede parecernos mas intenso, digno y bello. De esta forma, la estética da un estilo a la ética. Pero, como se sabe, la pureza de un estilo admite menos excepciones e impone más exigencias que los Buenos sentimientos. Por eso, enseñados por la literatura, los imperativos del estilo pueden ser tan categóricos como los de la razón pura.

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