Hay dos cosas
que son ciertas aquí, ahora y siempre. La primera es que la historia –la
oficial, la de mayúsculas reverenciales– la escriben los ganadores. La segunda
es que esa historia no soporta el sentido del humor ni las paradojas, es decir
las verdades a secas. Basta con que brinque un dato ignorado por los redactores
de turno, las palabras inocentes de alguien que recuerde su infancia, un
recorte amarillento, para que la Historia se convierta en caricatura de sí
misma y los próceres, mártires y grandes gestas sean materia de guiñol.
La
consecuencia de aplicar el humor a la historia oficial es una sola: la pérdida
del respeto por parte de los marginados de la historia –la de las minúsculas–,
los protagonistas verdaderos, que por sí o por no permitieron que sus nombres
se pusieran en letras muy pequeñas en la lista de créditos, en pro de la patria
o de alguna abstracción igual de excluyente. Sonará a consecuencia demasiado
moral para tener valor práctico, pero de allí surgen los motines, las
revoluciones y las guerras de liberación nacional: todo lo que tarde o temprano
se convertirá de nuevo en Historia, y así sucesivamente.
Por eso la
burocracia de 1984 –la terrible caricatura de Orwell– se la pasa rescribiendo
la historia libro por libro, noticia por noticia, foto por foto, línea por
línea, y controlando implacablemente a los que pudieran encontrar una pista que
los llevaría a otro lado. No importa a dónde; talvez sólo a un desechado lugar
de sí mismos, a una sensación desconocida, a un espejo.
Por eso
–también– el poder necesita gritar como predicador en iglesia de dudosa
santidad: los feligreses no deben dejar de ver hacia el frente, hacia él, que
cuenta historias de apocalipsis aterradores e improbables, pero fascinantes.
Una simple mirada de reojo al vecino de la izquierda propiciaría –por
comparación– la revelación: los gestos del hombre santo son ridículos, su voz
es ofensiva, sus palabras no llevan a ningún lugar dentro del que uno pueda o
quiera imaginarse. Y el
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